martes, 9 de agosto de 2016

SER POETA...


Ser poeta es ante todo poseer una capacidad muy especial, relacionada a la observación, comprensión y transmisión de las respuestas emocionales,   con sus derivados motivacionales en su vida diaria.
Describe lo que el resto de la sociedad no sabe cómo, pero sí se identifica  con lo que él siente, y de ahí su importancia al lograr sentirse comprendido.
El espectro que abarca la poesía es la vida toda, desde el nacimiento hasta la muerte, la guerra y la paz, el amor, la desolación  y la consolación, la esperanza en un mañana mejor, por ello, lejos está el poeta de saber solamente rimar en la poesía, llamar la atención, calmar el ánimo, satisfacer el espíritu. Es mucho más, simplemente nos ayuda a interpretar y sentir en la vida toda, y curiosamente nos devuelve la paz en la discordia, nos distancia de lo incomprensible del dolor, nos ayuda a aceptar la vida.
Ahora bien, ¿qué pasa con los hijos de los poetas, dado que en general ninguno  piensa en enseñarles a escribir a sus hijos?
Un día recita en una reunión, otro nos sintetiza una situación en una frase, otro descubrimos algo que escribió sin mostrarnos, pero que al leerlo, nos sentimos sorprendidos e identificados.
Los padres en general son los formadores de nuestra personalidad en gran parte, dictan normas de convivencia, de responsabilidad, de estudio, de trabajo. Pero curiosamente y sin darse cuenta, nos transmiten muchas cosas, sin que esté la palabra de por medio, que un día descubrimos que las hemos heredado y por ello les damos valor.
Fallecido mi padre, un día encontré en su  escritorio, el mismo sobre el cual escribo estas líneas, su último libro, El Transeúnte, en borrador, que fue editado años después. En su dedicatoria, en este caso a sus siete hijos, al referirse a mi persona dice:
A Fernando José, venturoso padre de varones, hombre de fe, médico y poeta.
Hasta ese momento el término poeta no lo había usado conmigo, ni recuerdo haber escrito poema alguno, aunque sí posteriormente. Pero habiéndome especializado en oftalmología, un día descubrí que mi mundo, el de mi padre, era la palabra, así fue como decidí ser psiquiatra y me sentí perfectamente identificado con la especialidad, tratando de continuar la obra del poeta.
Fernando José I.  Jijena Sánchez






LOS ABUELOS NUNCA MUEREN...

A mi nieto Francisco Javier Jijena Sánchez, que con su sencillez, 
capacidad y perseverancia, se encuentra terminando su carrera de Ingeniero Civil, en París, a raíz de una beca otorgada por la Universidad del mismo nombre.


Ser abuelo, abuela, tiene características muy particulares, como el hecho de haber criado a los padres de sus nietos, obvio, de haberlos acompañado desde el nacimiento, educarlos , elegir sus colegios, sus salidas, vacaciones, cuidados de todo tipo, y así sucesivamente.
Las personas cuando se transforman en padres se encuentran en general en la plenitud de la vida, en una palabra, tienen la vida por delante.
Distinto es el caso de los abuelos, que en general han  vivido bastante, que mal que mal comienzan a sentir el peso de los años, donde el anhelo por un futuro mejor, comienza a ser reemplazado de a poco, por la nostalgia de lo vivido.
El nacimiento de los nietos es una vivencia única, la vida les da una nueva oportunidad de brindar amor, cuidado, compartir un momento tan único como la “época de la inocencia”, en general hasta los siete años, el jardín de infantes y la escuela primaria. Ya la secundaria los constituye en adolescentes y comienzan el camino hacia la adultez.
Hasta aquí, padres, hermanos y abuelos conforman un núcleo que es fundamental en el devenir de esos años.
Pero aquí aparece un cambio en la vida de los abuelos, un interrogante, una preocupación, cual es, hasta cuando la vida nos permitirá compartir la vida de nuestros nietos.
La primera respuesta es simplemente silencio, dolor anticipado, temor a tener que partir cuando nuestros nietos sean pequeños, a algo parecido como  al último tren de la vida.
Sin embargo, luego de mucho reflexionar y pasar noches pensando en el tema, un buen día como si fuera una epifanía, comencé a comprender que ese amor brindado a los nietos no caduca jamás, y lo más importante,  como un don o premio de la vida, así hayamos partido de la nuestra, el recuerdo, el cariño, el reconocimiento de los nietos para con los abuelos los acompañará siempre, mientras ellos vivan. Y no sólo eso, habiéndose transformado ellos en abuelos llegado el momento,  retomarán su rol y ellos mismos dirán un día: A mis abuelos los siento siempre presentes en el recuerdo, en el amor y en el agradecimiento por todo lo que de ellos recibimos.
Es por ello que reitero con mucho orgullo: Los abuelos nunca mueren.
Fernando J.Jijena Sánchez